12 junio 2006

Capital político y movilización estudiantil

Rodrigo Bordachar Urrutia
Abogado
Ideas Públicas

Las últimas tres semanas han estado marcadas por la movilización estudiantil, que partió violentamente demandando gratuidad en la PSU y en el pase escolar, para terminar en la discusión de temas de fondo, como la calidad de la educación (principalmente de la pública), la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza y el proceso de municipalización iniciado en los años 80.
Podemos decir que en sólo dos semanas el movimiento estudiantil alcanzó un capital político y social que cualquier gobierno quisiera tener, tanto así que fijaron la agenda y llenaron la pauta noticiosa. Para la comunidad nacional sus demandas no sólo eran justificadas, sino necesarias… hasta que pasó lo inevitable.
La Presidenta Bachelet toma la ofensiva, anunciando una batería de medidas que, a juicio del gobierno, tendían a solucionar los problemas que preocupan a los estudiantes. Esto, luego de una ardua semana de negociación del ministro de Educación con los dirigentes estudiantiles reunidos en la ACES.
Si éstos últimos hubieran ponderado el valor del capital político que acumularon en la semana previa del anuncio de la Presidenta Bachelet sin duda que habrían optado por deponer las tomas y paros, evitando el paro nacional y anunciando una actitud vigilante al cumplimiento de los objetivos propuestos por el gobierno.
Hasta entonces, sus dirigentes más emblemáticos, que a pesar de haber reconocido varios de ellos militancias o afinidades a partidos políticos, habían mantenido distancia a los vaivenes de la política contingente, manteniéndose autónomos en sus demandas. Pero finalmente fueron radicalizados, con intervenciones cada vez menos sutiles, de sectores diversos al estudiantado y que incluyeron proclamas de movimientos que creíamos ya desaparecidos, como el Frente Manuel Rodríguez… Sólo faltó Patria y Libertad.
De ser los héroes, los estudiantes pasaron en pocos días a ser un grupo que demandaba lo imposible y que, como tituló un matutino, “no se llenan con nada”. La opinión pública ya no consideraba justas sus demandas, que prácticamente fueron satisfechas con los anuncios presidenciales, sino que, por el contrario, los estudiantes aparecían con nuevas reivindicaciones, cada vez más descabelladas.
Algunos de los dirigentes del movimiento, sabiendo el capital político que habían cosechado, optaron por marginarse, previendo el camino que estaban tomando sus pares. Otros, también moderados, prefirieron mantenerse dentro, aunque arriesgando lo que ganaron, por evitar el monopolio de los totalitarismos que comenzaban a inundar y contaminar lo que consideraban exigencias justas.
A nuestro juicio, la prolongación innecesaria del conflicto —que prácticamente terminó en monólogo— sólo hizo que perdiera fuerza el tema de fondo de las reivindicaciones escolares: la calidad de la educación, especialmente la pública, calidad que no termina en el colegio, sino que también resulta paupérrima a nivel superior, donde universidades públicas ni siquiera consiguen acreditarse en un sistema en que es el propio Estado quien califica. Igualmente, redundó en una pérdida total del capital político alcanzado por los estudiantes, quitándoles el peso relativo que pudieron tener en una mesa de trabajo como la que terminó creando el Gobierno.
Podemos decir, en definitiva, que de gremialistas los estudiantes pasaron a ser meras cajas de resonancia de otros sectores sociales y políticos ajenos a sus propios intereses.

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